Huérfana

2014-10-26 20.28.38Sí. Por fin lo he logrado.

Qué difícil es a veces, encontrar la palabra justa, para definir el momento emocional que vives. Pero ya está. No hay otra. Es justamente esa. Huérfana.

Ahora os cuento por qué.

En mi currículo del frikismo televisivo, figuran todas las ediciones de Gran Hermano. Bueno, todas, excepto la de Laura y Marcelo. A los Totis no los habría aguantado, ni aunque los hubiera parido.

Esto no lo digo por presumir, ya que sería incapaz de hacer un análisis decente de lo que pasa en la casa de Guadalix. Eso se lo dejo a las cabezas pensantes. Simplemente quería que supierais que Gran Hermano y una servidora, mantenemos una relación de larga duración. Y resulta, que después de tantos años, estamos atravesando una crisis. Mecachis.

En un ejercicio catártico para intentar desprenderme del inmenso sopor que me produce esta edición (y unas cuantas anteriores), prometo no culpabilizar a:

  • Los responsables del casting.
  • El formato.
  • La organización del programa.
  • Mercedes Milá.

Sería muy fácil (y lógico), descargar toda mi ira en un casting formado por un importante número de concursantes pasivos o elegidos a dedo, que reciben de Gran Hermano, mucho más de lo que dan.

O en un formato, que ya cumple quince años, y se ha vuelto alérgico a las sorpresas o a cualquier signo de espontaneidad y adolece de los primeros síntomas de agotamiento. Es todo tan previsible, que mata de aburrimiento.

Un formato, constantemente torpedeado por una organización que hace tiempo que dejó de confiar en esta especie de microcosmos que ellos mismos crearon. Que pensaron en algún momento, que no era suficiente con el aislamiento, el encierro, la presión y la convivencia con desconocidos. Que necesitaron de aditivos que adulteraron el programa original y buscaron nuevas fórmulas cada vez más retorcidas edición tras edición, hasta convertir este experimento social en una lamentable parodia.

Una organización capitaneada por el Súper, una constante en todas las ediciones, una especie de explorador al que todos los espectadores nos encomendamos. Que dejó de girar alrededor de ese universo particular que es la casa y escuchar sus “ecos”, de observar la vida que empieza a brotar cada ciclo y resguardarla en un cuaderno de bitácora para ser contada luego. De preservar esas cualidades especiales que hacen falta en ese fascinante mundo tan desconocido para nosotros y mantener su equilibrio. Un mundo que nos es muy lejano, pero lo sentimos muy cercano.

El Súper (por continuar con esta paupérrima analogía), se ha vendido al espacio exterior. A las demandas de un sector de espectadores que votan. Ya no importa lo que sucede en Gran Hermano, importa lo que la gente que genera dinero desea ver. El programa pierde autenticidad en sus contenidos, y el Súper toda su honestidad. De experimento social a parodia, pero siempre un negocio. Un asco.

Y finalmente, también sería fácil (y lógico), derramar un poco de bilis sobre Mercedes Milá.

MERCEDES MILA 2

Siempre la consideré una privilegiada, por llevar a cabo la entrevista de un recién expulsado, que supone todo un proceso de redescubrimiento de sí mismo y de lo que le ha rodeado durante unos meses. De verse en un espejo que le define y le retrata de la manera más gráfica posible. Y acompañarle en ese instante final en el que sólo cabe emocionarse, sonreír o llorar.

Sin embargo, Mercedes se ha empeñado en ofrecer la peor versión de la Milá. Soberbia, demagoga, intolerante, superficial, apática, burlona y maleducada. Poco queda de aquella periodista aguerrida que no trataba con concursantes, sino con personas.

Así que, siguiendo con mi “terapia particular”, no voy a responsabilizar a todos y cada uno de ellos, de que esto se vaya al garete. Y voy a señalar con el dedo a nosotros, los espectadores. Porque no sé cómo, cuándo ni por qué, se ha transformado la manera en la que vemos y vivimos Gran Hermano.

Hasta no hace mucho, el público simplemente ansiaba ver a unas personas sometidas a unas condiciones especiales y antinaturales y lo único que le importaba era ver como evolucionaban, sentían, se desenvolvían… Las íbamos descubriendo poco a poco, gala a gala (cuando no había 24 horas). Nuestro vínculo hacia los concursantes, crecía y se fortalecía a un ritmo pausado, de forma inconsciente pero honesta, conforme íbamos conociendo más datos sobre ellos. Nos daba igual si nos identificábamos con esas personas o nos parecían unos marcianos.

Respetábamos los tiempos de esa narración televisiva. Su introducción, su desarrollo y su desenlace. No teníamos prisa por que llegara el final, porque nos saciaba el día a día.

Nos fijábamos en todo y en todos, dialogando y analizando cada detalle. Nos daba la impresión de que nada sucedía al azar. Y así nos entreteníamos.

Hoy en día nos encontramos con un público totalmente distinto, que siente la imperiosa necesidad de escoger a uno de los concursantes, hacerlo “favorito”, transformarlo en un ídolo de masas y que gane el premio. Basta con verlo unos segundos en pantalla por primera vez, y hale, a poner en marcha toda la maquinaria. Quizás porque es guapo/a. Quizás porque es un paisano/a. Quizás porque viste bien. O quizás porque coge la cuchara con la mano derecha. Todo un abanico de banalidades.

Mientras, todo ese proceso de aclimatación al entorno, de estudiar a esas “ratas de laboratorio” al milímetro, queda en un segundo plano. La convivencia nos estorba porque nos resulta un mero trámite. Deseamos que se precipiten los acontecimientos, no los degustamos en el paladar. Sólo importa el premio final y hacer ganador a ese favorito, al que defendemos y justificamos sin misericordia siguiendo la corriente, porque en el fondo estamos muy perdidos. Podríamos bautizar el fenómeno, como “la enfermedad del –ismo”.

Así que, en esas estamos. Una deshumanización total de esos concursantes “estrella”. Son como hologramas, diseñados a nuestra conveniencia. Son un lastre que nos acompañará toda la edición y que nos dará una visión sesgada del concurso. A los que otorgaremos un “cariño” desmedido e irreal, y a los que dirigiremos todas nuestras miradas.

Ya no está de moda eso de aceptar que no son perfectos y qué eso nos guste. De sonreír tímidamente cuando nos damos cuenta de por qué ese chico o chica nos agrada. O de gruñir cuando nos desagrada. Ay, los matices. Cuán importantes son. Dan sentido a todo. A ellos como concursantes porque les definen y a nosotros como espectadores porque hacen que no nos quedemos en la superficie…

Pero para eso se necesita tiempo. Ser pacientes y tener criterio propio. Y eso, hoy en día, se antoja complicado desde que nos invadieron las redes sociales. Plataformas que son caldo de cultivo para esos lobbies con un deseo común porque se amparan y obedecen a gurús que escriben en blogs especializados o familiares que se alzan en representación de un concursante, y nos dictan un camino.

Espacios donde encontramos fotos, opiniones, datos privados, etc… de los concursantes. Con un simple click, dejan de ser unos desconocidos para nosotros. Elementos prejuiciosos ajenos al programa, que sirven como arma arrojadiza en unos casos o para elevarlos a los altares en otros.

El exceso de información en la parrilla televisiva y en la red tampoco ayudan mucho: resúmenes diarios, debates, galas dobles por semana, minutados… un machacante bombardeo de contenidos que somos incapaces de digerir, de madurar… que queman el formato y que son totalmente incompatibles con la expectación que debería general el mismo.

Por eso me siento huérfana. Este no es el Gran Hermano con el que crecí. Con el que he disfrutado, con el que me he emocionado. El que he defendido a capa y espada. Quiero que regrese ese Gran Hermano vintage… ¿dónde tengo que hacer campaña?

PD: Por suerte en la vida, siempre hay cosas nuevas que te devuelven positivamente a la nostalgia. Este espacio, Calcetineros, es uno de ellos. Es como un tragaluz, que nos recuerda por qué amamos tanto este programa.

Y si no, preguntadle a su dueño, por qué lo bautizó de esta manera. Guiño, guiño. Beso, beso.

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